El Sr. T. (Héroes-I)
El Sr. T. trabajaba en las oficinas de una gran compañía de seguros. Era un hombre tranquilo y de poca conversación. No solía caer en las discusiones tópicas con las compañeras, ni hablar de mujeres con los compañeros. No intercambiaba correos electrónicos ni comentaba sus fines de semana, y se sabía poco de él. Usaba gafas, tenía poco pelo ya en la cabeza, y un evidente problema de sobrepeso que parecía no preocuparle en absoluto.
No vestía trajes nuevos, y era obvio que a su ropa le faltaba el toque de una mano femenina. Para concluir, se desplazaba de su casa al trabajo en una vieja vespa de un desvahído color rojo ácido. No era un hombre antisocial, simplemente no resultaba interesante a primera vista.
Tampoco resultaba especialmente interesante a sus jefes. No solía quedarse por las tardes a hacer horas extras no remuneradas, ni hacía nada especial por destacar. Simplemente cumplía con su trabajo. Decididamente, el Sr. T no era un hombre atractivo.
Una mañana de otoño hubo un incendio en la primera planta de su edificio, en el que trabajaban cerca de cuatrocientas personas. El Sr. T no tuvo problemas para salir de allí, ya que se sentaba cerca de la entrada, en un lugar donde todo el que entraba prácticamente se lo encontraba mirando a la pantalla de su ordenador.
Como decía, pudo salir sin mayores complicaciones del edificio. Allí fuera, mirando desde la acera empezaron a juntarse varios trabajadores de la empresa. Muchos de ellos con trajes caros e impecables, con corbatas a juego y bien planchadas, con pulcros peinados y afeitados, pero con el rostro desencajado ante lo que estaban viviendo. Todos juntos contemplaban cómo se quemaba implacablemente el edificio donde instantes antes estaban trabajando y cómo continuaba saliendo gente de éste, cada vez en condiciones más precarias, mientras esperaban la llegada de los bomberos y los servicios de emergencia.
Podría decir que fue un acto impulsivo, una locura, pero faltaría a la verdad. El Sr. T. se lo pensó dos veces, sabía que se jugaba la vida cuando decidió meterse de nuevo en el edificio a intentar ayudar a las personas que todavía no habían conseguido salir de aquel infierno. Subió las escaleras hasta el primer piso con un pañuelo tapándole la boca y nariz, y cerca de su puesto encontró bajo la humareda cada vez más densa dos cuerpos de mujeres que habían perdido el conocimiento asfixiadas por el humo. Cogió a una de ellas en brazos y la bajó sorteando los lengüetazos de las llamas hasta unos metros más allá del portal, cerca de dónde todos contemplaban el fuego asolador.
Los bomberos todavía no habían llegado. “¡Todavía queda gente dentro!” dijo mirando a sus compañeros de oficina al tiempo que intentaba tomar aire para recuperarse. Pero ellos miraron al portal del que acababa de salir el Sr. T y sólo veían fuego y humo ante sus miradas vacías, como si nadie hubiera oído nada. Se oyeron algunos comentarios anónimos del tipo de “¡A ver si llegan ya los bomberos!” “¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer?” “¿Pero dónde están cuando se les necesita?” Sin embargo, nadie se movió.
El Sr. T volvió a sumergirse en la humareda sujetándose un pañuelo a la nariz, sorteando las llamas y subiendo por las escaleras al primer piso. Pero la humareda era cada vez más densa, comenzaban a picarle los ojos y la garganta, y al llegar al primer piso perdió el conocimiento y cayó por el hueco de la escalera desplomándose hasta el bajo.
Cuando despertó en la cama de un hospital, un médico le comentó que tendría problemas con sus cervicales, que tal vez sentiría mareos a lo largo del resto de su vida, además de que sus pulmones habían sido dañados irreversiblemente y que su capacidad pulmonar quedaría reducida al cincuenta por ciento. Durante un tiempo tendría que hacer rehabilitación, pero en líneas generales se recuperaría y podría continuar con su vida como había sido hasta el momento con estas “pequeñas” salvedades.
Tras su baja laboral, el Sr. T volvió a trabajar en el mismo puesto de su oficina, fiel a sí mismo, sin grandes conversaciones, a lomos de su ajada vespa; arrastrando las secuelas de aquel accidente, sin condecoraciones ni artículos en los periódicos, sin premios “al mejor trabajador”, aumentos de sueldo ni pensiones por invalidez parcial, sin reconocimientos que por otro lado él tampoco buscaba.
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